Como muchos de sus
compatriotas chilenos, al establecerse la dictadura de Pinochet en su
país Mauricio Rojas partió al exilio y obtuvo refugio en Suecia. Pero,
a diferencia de otros exiliados, que permanecen en esta condición
-física y mental- hasta que pueden reintegrarse a sus países, él
decidió integrarse a la sociedad que le había abierto las puertas. Lo
consiguió, me figuro que al cabo de enormes esfuerzos. Aprendió sueco,
se doctoró en Historia Económica en la Universidad de Lund, donde ha
enseñado en la Facultad de Ciencias Sociales. Ha sido presidente del
think tank Timbro, creado para defender la economía de mercado y
propiciar la reforma del Estado de Bienestar y, desde septiembre de
2002, es diputado en el Parlamento sueco por el Partido Liberal. Allí
se ha especializado en políticas de inmigración y desarrollo y es
autor de un ambicioso proyecto para la abolición de la política
agrícola de la Unión Europea, que propone la apertura irrestricta de
los mercados europeos y la abolición de todos los subsidios a los
productos agrícolas y agroindustriales, medida que de adoptarse
favorecería al África y al Tercer Mundo en general más que todas las
condonaciones de deuda prometidas.
Su compromiso con su país de adopción no ha apartado a Mauricio
Rojas de América Latina, por lo menos en el campo intelectual. Varios
de sus ensayos -escribe en sueco y en español- se proponen informar a
los suecos sobre la verdadera realidad de los países del nuevo
continente y uno de ellos, que yo he leído en traducción, Historia de
la crisis argentina (2003), es una excelente brújula para orientarse
en la laberíntica historia del peronismo. Y, a la vez, se ha dado
tiempo para abrir los ojos a los lectores de todo el mundo hispánico
sobre la situación actual de Suecia, un país en el que, según Rojas,
se vive desde hace algunos años una auténtica revolución, tan
trascendente como discreta, es decir, muy a lo sueco.
"Hacerse el sueco" es una expresión equivalente a hacerse el
desentendido, fingir no ver o enterarse de algo para evitarse una
incomodidad, un esfuerzo para pasar desapercibido por razones de
timidez, discreción, modestia o mera frescura. El reciente libro de
Rojas, Suecia después del modelo sueco (2005), describe con claridad y
precisión como sus nuevos compatriotas han ido, aproximadamente desde
1991, cuando Suecia vivía una crisis económica sin precedentes,
desmontando "la última utopía" de la izquierda intervencionista y
estatizante que, con el desplome de la URSS, "se quedó con las manos
vacías".
La profunda reforma del Estado benefactor la inició el Gobierno
conservador de Carl Bildt (1991-1994), pero la socialdemocracia, al
recuperar el poder, no abolió ninguna de las reformas y más bien las
profundizó. Un aspecto particularmente interesante de este proceso es
que la juventud de los socialistas democráticos fue una verdadera
punta de lanza de esta transformación, propiciando una campaña en
torno a la idea del "poder propio", es decir, la democratización del
Estado benefactor transfiriendo a los ciudadanos un derecho de
elección sobre una serie de actividades y funciones que el Estado les
había confiscado.
¿Cuántos de los lectores de este artículo sabían que en Suecia
funciona desde hace años y con absoluto éxito el sistema de vouchers o
cheque escolar promocionado desde hace tantos años por Milton Friedman
para estimular la competencia entre colegios y escuelas y permitir a
los padres de familia una mayor libertad de elección de los planteles
donde quieren educar a sus hijos? Yo, por lo menos, lo ignoraba.
Antes, en Suecia, uno "pertenecía" obligatoriamente a la escuela o el
hospital de su barrio. Ahora, decide libremente dónde quiere educarse
o curarse, si en instituciones públicas o privadas -con o sin fines de
lucro- y el Estado se limita a proporcionarle el voucher con que
pagará por aquellos servicios. La multiplicación de colegios y
hospitales privados no ha empobrecido a las instituciones públicas;
por el contrario, la competencia a que ahora se ven sometidas las ha
dinamizado, ha sido un incentivo para su modernización. El sistema de
vouchers se ha extendido y, ahora, muchas municipalidades se valen de
él en los servicios que prestan a ancianos y jubilados quienes de este
modo pueden ejercer la "soberanía del consumidor" acudiendo en busca
de aquellas prestaciones a las diferentes empresas que compiten por
prestárselas.
¿Cuántos de mis lectores sabían que los trabajadores suecos ya han
conquistado el derecho de disponer libremente de parte de sus ahorros
para la jubilación colocando estas sumas en una gran variedad de
fondos alternativos? Es decir, aquella reforma de los fondos de
pensiones que se inició en Chile, que ahora trata desesperadamente -y
con muy poco éxito por lo demás- de imponer la Administración Bush en
los Estados Unidos, es ya una realidad en Suecia desde fines de los
años noventa. Con razón dice Mauricio Rojas que "esto ha convertido a
los suecos en uno de los pueblos más capitalistas de la tierra,
creando un interés inusitado por los vaivenes de la bolsa de valores"
¿Por qué "inusitado"? Por el contrario: es lo más lógico que los
ciudadanos empiecen a preocuparse día a día con el destino de sus
ahorros para la jubilación ahora que ellos mismos pueden decidir,
parcialmente al menos, dónde y en qué condiciones se invierten. Cuando
es Big Brother el que decide al respecto, claro, al impotente
ciudadano no le queda más remedio que cerrar los ojos y encomendarse a
la Virgen de Lourdes (o a cualquier otra).
Las reformas han desmantelado una serie de monopolios estatales,
privatizando total o parcialmente numerosas empresas en el área de
telecomunicaciones, transportes urbanos, infraestructura y producción
de energía y mediante la desregulación de otros campos donde, en la
actualidad, las empresas públicas se ven forzadas a competir con las
privadas en condiciones más o menos equitativas. Todo lo cual, dice
Mauricio Rojas, ha ido convirtiendo "a Suecia en una sociedad de
bienestar mucho más humana y libre, donde una multiplicidad de actores
tanto públicos como privados participan como productores y donde el
consumidor ha logrado una libertad de elección cada vez más amplia".
El Estado benefactor sueco se inicia con la hegemonía
socialdemócrata en la vida política del país en 1932 y durante casi
sesenta años funciona de manera admirable, con muy esporádicos
altibajos, garantizando a la sociedad sueca unos altísimos niveles de
vida, una gran cohesión social, unas diferencias de ingreso entre la
cúspide y la base absolutamente razonables, libertades públicas
garantizadas y un envidiable desarrollo económico. ¿A qué se debió
este "milagro"? ¿Por qué en Suecia funcionó de manera tan eficaz un
sistema que en todos los otros países donde se implantó -sobre todo en
los países en vías en desarrollo- funcionó sólo a medias, o mal, y
entró rápidamente en crisis?
Mauricio Rojas lo explica muy bien. El sistema funcionó en Suecia
porque allí la bonanza económica precedió a la asunción por el Estado
de todas las responsabilidades de protección social, y porque el
intervencionismo estatal, ecuménico en lo relativo a la prestación de
servicios sociales -educación, salud, jubilación, protección a la
vejez- tuvo un límite que nunca traspasó: el de la creación de la
riqueza, donde la empresa privada gozó de un amplísimo margen de
libertad para ejercer todas las iniciativas y desarrollar toda su
creatividad, regulada sólo por las reglas del mercado. Lo cual da una
tardía justificación a una tesis de Marx que sus discípulos luego
olvidaron: el socialismo será la última etapa del capitalismo, no la
primera. En países pobres y pre industriales el socialismo fracasa
irremisiblemente porque no hay riqueza que repartir, sólo más pobreza.
Y el estatismo y el colectivismo jamás han sido capaces de desarrollar
y modernizar un país.
El reparto de funciones -Estado benefactor de servicios y empresa
privada creadora de riqueza- fue posible en Suecia gracias a vastos
consensos que, desde los años treinta, pusieron de acuerdo a
trabajadores y empresarios en respetarlo e impulsarlo, lo que dio a la
vida industrial sueca una estabilidad infrecuente en el contexto
europeo y un empuje poderoso. Pero, acaso, más importante todavía fue
la confianza en las instituciones públicas, en los gobernantes y en el
propio sistema así erigido, por parte de la ciudadanía. Ese
convencimiento íntimo de que aquella organización de la sociedad era
la que convenía y de que quienes la administraban lo hacían con
eficiencia y honradez es lo que permitió que el sistema se afianzara y
que, por ejemplo, los suecos aceptaran dócilmente pagar los más
elevados impuestos del mundo. ¿Acaso ese sacrificio no tenía
extraordinarias compensaciones?
El sistema comenzó a resquebrajarse con la globalización, cuando
Suecia se vio inmersa, como todos los países, en un tejido
incontrolable de relaciones y dependencias que podían afectar a cada
paso su sistema económico, y que, por ejemplo en los años noventa, le
contagiaron una crisis que fue un verdadero terremoto económico para
el país. En estas condiciones, sin la riqueza necesaria para
financiarlo, el Estado benefactor pasó a ser poco menos que un
elefante blanco. Y, en vez de la garantía de la justicia social, la
fuente de innumerables problemas. ¿Elevar todavía más los impuestos?
Imposible. ¿Reducir las prestaciones sociales? Intolerable para una
sociedad acostumbrada por seis generaciones a recibirlas. Ese es el
contexto que explica lo audaz de las reformas emprendidas para
"democratizar" al Estado benefactor sueco y agilizarlo y dinamizarlo
recurriendo a mecanismos de desestatización y de mercado. Tiene mucho
mérito, sin duda, que ello haya sido posible sin aquellos traumas y
cataclismos sociales que inmediatamente estallan en los países
desarrollados, como Francia y Alemania, que, agobiados por sistemas de
protección social generosos pero infinanciables, tratan de
modernizarlos para hacerlos viables. Nunca lo consiguen. Porque en
esas sociedades no existe aquella confianza en las instituciones y en
los gobernantes que permite aquellos amplios consensos sin los cuales
es quimérico una transformación tan radical como debe serlo aquella
que se proponga hacer viable, en este momento de la historia, un
sistema de prestaciones sociales al que la mera inercia demográfica
vuelve cada día más oneroso e incompatible con el desarrollo
económico.
Mauricio Rojas, en los capítulos finales de su libro, se interroga
sobre los grandes dilemas del futuro para Suecia. Son los mismos para
todas las sociedades europeas de alto desarrollo. En éstas, al igual
que en aquella, cada día habrá una población "pasiva" más numerosa a
la que una población "activa" cada día más pequeña deberá mantener.
¿Cómo conseguirlo, a la vez que se preservan las libertades de la
cultura democrática, se mantiene el crecimiento económico, se ganan
nuevos territorios del conocimiento científico y tecnológico y se
responde con eficacia a las amenazas del terror? Hay muchas respuestas
a estos interrogantes y algunas contradictorias. Pero hay una que no
tiene alternativa: es fundamental una política que promueva la
inmigración, sin la cual ni Suecia ni país europeo desarrollado alguno
está en condiciones de mantener sus actuales índices de producción.
Desde luego, la inmigración, si no es fomentada con inteligencia y de
acuerdo a un plan funcional puede ser, no la ayuda indispensable que
significa en este último caso, sino el origen de fracturas sociales,
de violencia y de inestabilidad.
Este es un tema que ningún país europeo ha sido capaz todavía de
resolver. Tampoco Suecia. En una charla privada a un grupo de amigos,
Mauricio Rojas nos explicó la sorpresa y el choque emocional que había
sido para muchos suecos descubrir hace algunos años que en esa
sociedad modélica había unos bolsones de pobreza y marginación de
inmigrantes que hasta entonces habían permanecido poco menos que
invisibles para el grueso de la opinión pública. Y, también, el
desconcierto de muchos de sus colegas en el Parlamento sueco, cuando
dos diputados "inmigrantes", él y una sueca de origen africano,
defendieron la tesis de que se estableciera la obligatoriedad de
aprender sueco para aquellos inmigrantes que pedían la nacionalidad.
¿La razón? Que mientras no se integre cultural y cívicamente al país
de adopción, el inmigrante será inevitablemente un excluido, propenso
a ser explotado y abusado, y a adoptar actitudes hostiles y
beligerantes contra una sociedad que siente ajena. Según él el
multiculturalismo no funciona, es incompatible con una política de
inmigración eficaz, y ejemplo de ello son los casos de los portadores
de bombas que produjeron las matanzas de Madrid y de Londres.
Durante varias décadas el Estado benefactor sueco fue un modelo
para una muy variada colección de políticos de todo el mundo. Fue un
ejemplo que nadie pudo seguir, porque ningún país fue capaz de
construirlo sobre el tipo de consensos sociales que consiguieron los
suecos. Pero, a raíz de lo que ha venido ocurriendo con él, todo
indica que aquel modelo no era todo lo eficiente e invulnerable que
parecía. Por el contrario, es lo que están haciendo ahora en Suecia
con su Estado benefactor lo que debería servir de ejemplo a los países
prósperos o pobres que no quieren quedarse demasiado rezagados en esa
carrera desalada y confusa en que anda metido el mundo en que vivimos.
(c) Mario Vargas Llosa, 2005.