John Podhertz
La escena clave de la magnífica nueva película alemana Las Vidas de
Otros - que recientemente ganó el Oscar para Mejor Film en Lengua
Extranjera - se desarrolla en un elevador. Es 1984 y el ocupante del
elevador es un severo y muy inteligente funcionario de los servicios
de seguridad de Alemania del Este llamado Wiesler. Una casual
observación sobre la inhumanidad de los interrogatorios de la Stasi,
o un chiste sobre el dictador Erik Honecker, es todo lo que Wiesler
necesita oir para hacer un simple marca en un pedazo de papel, y
arruinar la vida de alguien.
Un pelota de fútbol entra rodando en el elevador, seguida por un
niñito. El elevador empieza a subir.
"¿Tú trabajas para la Stasi?", pregunta el niñito.
"¿Qué tú sabes de la Stasi?", dice Wiesler.
"Mi papá dice tú eres un hombre malo que mete a la gente en la
cárcel."
Los labios de Wisler se tuercen ligeramente, como es su costumbre, y
hace la pregunta que va a destruir la felicidad del niño. "¿Cómo se
llama ..." El público se pone tenso, esperando que el niño diga el
nombre de su padre.
Entonces, inesperadamente, Wiesler se detiene antes de terminar la
oración y luego termina: "¿Cómo se llama tu pelota?"
El niño responde que su pelota no tiene nombre y se queda mirando a
Wiesler extrañado. No sabe que el hombre de la Stasi, que ha pasado
décadas destruyendo familias sin pensarlo dos veces, lo acaba de
salvar de un increíble sufrimiento.
¿Por qué lo ha salvado Weisler? Ese es el tema de Las Vidas de
Otros, un filme inmensamente rico sobre el despertar moral de dos
hombres.
Weisler es la clásica imagen del mal: una fuerza implacable con todo
el poder del estado totalitario detrás, un hombre dedicado a
desarraigar toda señal de pensamiento libre entre sus compatriotas
de Alemania del Este. Su opuesto es un ingenuo llamado Dreyman, un
dramaturgo que ha conseguido una vida de modesto éxito al nunca
desafiar, nunca oponerse y nunca permitirse ninguna reflexión
crítica sobre la tiranía comunista que lo gobierna.
Las vidas de Weisler y Dreyman se intersectan debido a una mujer:
Christa-María, la mejor actriz del país y amante de Dreyman. Weisler
asiste al estreno de la última obra de Dreyman, una lamentable
mezcla de pseudo-profundidad brechtiana y realismo socialista. Se
supone que Dreyman esté por sobre toda sospecha (en parte porque es
amigo de la hija de Honecker) Pero cuando Weisler lo ve abrazando a
su primera actriz, súbitamente afirma que Dreyman es un hombre a
vigilar. No está claro por qué haberlos vistos juntos perturba a
Weisler - celos, quizás - pero su sugerencia es inmediatamente
aceptada.
Weisler ha pasado mucho tiempo instruyendo a los nuevos agentes de
la Stasi sobre técnicas de interrogatorio. Esto le ha permitido
aprender mucho sobre la naturaleza humana. Sabe, por ejemplo, que un
inocente acusado de un crimen se va a poner furioso por la
injusticia cometida mientras que un hombre que tenga algo que
esconder va a desesperarse y echarse a llorar. Pero hay algo extraño
en relación con Weisler. Es incapaz de formar relaciones humanas
normales. Vive solo, ve propaganda estalinista en la televisión de
su espartano apartamento y llama prostitutas a las que se aferra
desesperadamente. Nunca se le ocurre que su tarea no está
relacionada con la pureza ideológica del escenario nacional sino que
el ministro de Cultura se siente atraído por Christa-María y quiere
deshacerse de Dreyman, su rival.
Dreyman, por su parte, ha conseguido navegar las traicioneras aguas
de ser un artista en una sociedad totalitaria. Al principio del
filme da un paso en falso al mencionar que su antiguo director ha
sido puesto en una "lista negra." El ministro de Cultura lo critica
por usar la expresión. Se aterra e inmediatamente trata de buscar
otra palabra, una expresión más segura. Pero él tampoco sabe que el
ministro está buscando cualquier pretexto en su contra para poder
controlar a Christa, la actriz.
En lo que Weisler se va alejando - involuntariamente - de su
estrecho dogmatismo y es presa de una angustiosa confusión, la
burbuja protectora de Dreyman también empieza a colapsarse. Se
siente empujado a una peligrosa forma de activismo social y, sin
embargo, se siente seguro porque no puede imaginarse estar siendo
vigilado las 24 horas del día.
Pero lo está siendo, por Wiesler.
¿Por dónde empezar a la hora de elogiar Las Vidas de Otros, el
primer filme escrito y dirigido por un alemán de 33 años que
responde al imponente nombre de Florian Henckel von Donnersmarck?
Las Vidas de Otros se suman a Quemado por el Sol en la muy breve
lista de obras maestras del cine que nos presentan los compromisos
que un estado totalitario exige de los que tienen que vivir dentro
de un país-cárcel. Y se suma a Ciudadano Kane, nada menos, en la muy
breve lista de los primeros filmes más impresionantes en la historia
del cine.
Donnersmarck creció en Nueva York y Berlín Occidental. Tenía 16 años
cuando la caída del Muro. del Este. Se las ha arreglado, sin
embargo, para presentarnos un cuadro de la sórdida vida en la
Alemania del Este de una maravillosa delicadeza. Aquí no vemos
golpizas ni campos de concentración. Donnersmarck nos presenta el
horror de la vida en la Alemania del Este a través de la
omnipresencia de la sospecha. Nadie puede confiar en nadie, ni en
amigos, ni en colegas, ni en amantes. Todo el mundo está
potencialmente comprometido.
Donnersmarck dice haber concebido la idea del filme oyendo música en
su estereo. Le hizo recordar la historia, narrada por Gorki, sobre
Lenin escuchando la 'Appassionata' de Betoven,
"No conozco nada mejor que la Appassionata y pudiera escucharla
todos los días. ¡Qué música asombrosa, sobrehumana! Me hace sentir
orgulloso, quizás de una manera ingenua, que la gente pueda crear
semejantes milagros." Arrugando el entrecejo, Lenin sonrió, un tanto
tristemente, añadiendo: "Pero no puedo escuchar música con mucha
frecuencia. Me afecta los nervios. Me dan ganas de decir cosas
tontas y dulces, y darle palmaditas en la cabeza a gente que,
viviendo en este sucio infierno, puedan crear semejante belleza.
Pero hoy nadie puede dar palmaditas en la cabeza. Te pudieran
arrancar la mano de un mordisco. Hay que golpearlos en la cabeza,
golpearlos sin piedad, aunque, idealmente, estemos en contra de la
violencia contra la gente. Hm.. ¡qué trabajo tan terriblemente
difícil!"
Donnersmarck le dijo a Alan Riding de The New York Times:
"Súbitamente imaginé este cuarto deprimente en el que hay una
persona oyendo lo que él supone es el enemigo del estado y de sus
ideas y, sin embargo, lo que está oyendo en una bella música que lo
conmueve. Me senté y en un par de horas había escrito el núcleo del
guión."
Esa escena aparece en el filme interpretada con comprimida emoción
por Ulrico Muhe, un actor hasta ahora desconocido fuera de Alemania
y
que hace un trabajo sencillamente increíble.
"La gente no cambia," le dice el ministro de cultura a Dreyman al
principio de la película. El desafío dramático que Donnersmarck se
planteó a si mismo fue representar la forma en que la gente sí
cambia aún cuando no quiera cambiar y aún cuando sea mortalmente
peligroso cambiar.
Pero aunque Las Vidas de Otros se represente en 1984, no es 1984. No
es un catálogo de horrores sobre la vida bajo el comunismo. Es un
estudio sobre el carácter bajo la forma de una película de suspenso.
Cuando el hombre de la Stasi empieza a cambiar, es imposible
determinar su motivación y, por consiguiente, es imposible saber qué
va a hacer o por qué. Y cuando Dreyman empieza a correr riesgos
artísticos y políticos por primera vez en su vida, su destino está
totalmente en las manos de Weisler. Y, al igual que el ministro de
Cultura, Weisler se siente atraído por la bella y talentosa amante
del dramaturgo.
El trabajo de Donnersmarck es tan fresco y original porque, entre
otros aciertos, trabaja con un gran tema, rico e infinitamente
absorbente, un tema que otros directores en todo el mundo siguen
evitando como si se tratara de la peste. Esto es curioso. La vida
bajo el comunismo parece ser uno de los temas menos polémicos que
uno pueda imaginar. Después de todo, ¿quién, fuera del círculo
íntimo de Vladimir Putin, añora hoy día la restauración del imperio
soviético? Pero bastan los dedos de las manos para contar el número
de películas importantes que se han filmado después de la disolución
de la URSS y que han intentado calcular de alguna forma el costo
humano del comunismo en el siglo XX.
Tal parece que los entendidos en cultura de todo el mundo ansían
que este tema vaya a parar al rincón del olvido. A Donnersmarck le
costó trabajo conseguir financiamiento para The Lives of Others, que
apenas costó 2 millones de dólares. Y los organizadores del
Festival de Cine de Berlín se negaron a aceptarla oficialmente en el
2006, una decisión que, en términos puramente estéticos, debe
incluirse entre las más perversas de las que he tenido conocimiento.
Una vez exhibida, causó sensación en Alemania, al extremo que se
encuentra entre los filmes que más éxito han tenido entre todos los
que han pasado por las pantallas de ese país. Esto no debe
asombrarnos, pues son pocos los filmes alemanes desde la caída de la
República de Weimar que pueden compararse con The Lives of Others.
¿A qué se debe entonces pretender que la película no le va a gustar
al público? ¿Por qué los mandamases del más importante festival de
cine alemán la rechazaron?
En cuanto a la respuesta, sólo caben especulaciones. Donnersmarck
cree que se debe a que en realidad Alemania nunca ha encarado su
pasado comunista (han sido pocos los esfuerzos por llevar a los
tribunales a los asesinos y monstruos de la desaparecida República
Democrática Alemana), y a que, al filmar The Lives of Others, violó
el consenso cultural de no abordar el pasado.
Pienso que la renuencia de los hacedores de la cultura pop en todo
el mundo a saldar cuentas con el comunismo tiene otro motivo: la
vergüenza. La lucha ideológica contra el totalitarismo izquierdista
fue algo que no suscitó el interés o el entusiasmo de las elites
culturales de Occidente durante la Guerra Fría. Más bien ocurrió lo
contrario. A partir de la década de los sesenta, los decanos de la
cultura popular simpatizaron con los comunistas, personificados por
Mao, el Viet Cong, los sandinistas, la guerrilla de El Salvador y
los llamados movimientos africanos de liberación.
Más que una postura razonada era poco más que una moda. Y pocas
veces la historia ha emitido un veredicto más devastador sobre la
sumisión a una moda intelectual que la que dictó cuando muros y
estatuas se vinieron abajo, y Lenin fue bajado de su profano
pedestal.
No habían entendido nada. Y, aunque es posible que no se den cuenta,
están avergonzados de ello y no desean que se lo recuerden. Quizás
sea por esto que fue necesario que un hombre de 33 años creara esta
obra maestra, un hombre de 33 años que era demasiado joven durante
la Guerra Fría como para tomar algún partido de alguna manera
significativa.
Florian Henckel von Donnersmarck encontró una gran historia que
contar y la contó con la incomparable maestría de un hombre carente
de las cicatrices de pasadas luchas ideológicas.
Quizás lo sigan otros directores y escritores jóvenes capaces
aportar una visión fresca y una nueva perspectiva a la gran lucha de
la segunda mitad del siglo XX.
John Podhoretz, columnista del New York Post, es crítico
cinematográfico de THE WEEKLY STANDARD.
Traducido por Félix de la Uz