Víctor Davis Hanson
Los atentados suicidas y las bombas en las carreteras de Irak y Afganistán
sacan de quicio a los norteamericanos. Irán, que pronto será nuclear,
parece más demente que la Corea del Norte nuclear. En China y Japón la
deuda de Estados Unidos se sigue acumulando. Y pensamos en la Venezuela
enojada, en el Oriente Medio y en Rusia cada vez que echamos gasolina...
si es que tenemos con qué hacerlo.
Y luego tenemos que oir a Al Gore hablando del calentamiento global o a
Jimmy Carter hablando del actual presidente. El denominador común es la
decadencia americana.
Los libros de nuestros liberales aseguran que nuestro "imperio" está
agonizando. Hay que prepararse para el inevitable destino de Roma. Los
conservadores no están menos apesadumbrados. Para ellos, también somos
romanos aunque de una variedad más decadente: minados desde adentro.
Como respuesta, muchos americanos aburridos dirigen su atención al mundo
de Britney Spears y Paris Hilton.
Sin embargo, las Casandras americanas no son nada nuevo. A finales de los
años treinta, el adusto Charles Lindbergh le dijo a unos Estados Unidos en
medio de la depresión que el nuevo orden de Hitler sólo se podía
apaciguar, pero no enfrentar.
Después de la Segunda Guerra Mundial, la Unión Soviética no demoró mucho
en terminar nuestra breve condición de única superpotencia nuclear. Y
cuando la Europa del Este y China cayeron en manos de los comunistas
muchos pensaron que ello era prueba de que el capitalismo democrático
había pasado de moda. "Los enterraremos," llegó a prometernos Nikita
Jruschov.
Después del colapso del Imperio Soviético en 1991, los Estados Unidos
proclamaron haber llegado al "fin de la historia," lo que significaba que
la difusión de nuestro sistema de capitalismo democrático era ahora
inevitable. Dieciséis años más tarde, algunos están seguros de que nos
aproximamos a la desaparición.
Pero nuestros rivales son más débiles y Estados Unidos es más fuerte de lo
que muchos piensan. En lo que al petróleo concierne, sus precios se
acercan a 70 dólares el barril, por lo que Vladimir Putin, Mahmoud
Ahmadinejad y Hugo Chávez parecen invencibles cuando atizan los
sentimientos antiamericanos. Pero si halláramos fuentes alternas de
energía o redujéramos ligeramente nuestra hambre de petróleo, podríamos
debilitar rápidamente el poder de los tres. Ninguno de sus países posee
una clase media o una cultura empresarial capaz de hacer descubrimientos y
difundir nuevos conocimientos.
Rusia y Europa se están contrayendo. China es un país que envejece y de
hijos únicos. A la única cosa a la que el trabajador chino le teme más que
a la fracasada dictadura comunista es a deshacerse de ella.
Es cierto que las economías de China y la India han progresado
espectacularmente. Pero ambos países tendrán que enfrentar en el futuro
todos los problemas sociales y culturales que hace mucho encaramos en el
siglo XX.
Y las elites europeas no pueden echarle la culpa de sus problemas -una
Rusia amenazadora, terroristas islámicos, minorías no asimiladas y elevado
desempleo-- a la arrogancia George Bush. Las recientes victorias
electorales de Angela Merkel en Alemania y Nicolas Sarkozy en Francia
sugieren que el barato antiamericanismo europeo puede estar llegando a su
fin, y que nuestra política de mercados más abiertos, menos impuestos y
menos control estatal es preferible al statu quo europeo.
En realidad, unos Estados Unidos más fuertes que nunca están siendo
puestos a prueba como nunca antes. El mundo está observando si ganamos o
perdemos en Irak y Afganistán. Y el Medio Oriente tiene que reformarse o
seguir siendo una feroz lucha entre tribus que tienen mucho petróleo, y
que están poniendo ponen en peligro al mundo entero.
Un mejor modo de evaluar las posibilidades de mantener nuestra
preeminencia es hacer las mismas preguntas que son los barómetros
históricos del éxito o el fracaso de nuestra nación: ¿Tiene algún país una
constitución comparable a la nuestra? ¿Es el mérito -o acaso la religión,
la tribu o la clase-lo que mide el éxito o el fracaso en Estados Unidos?
¿Qué nación es tan libre, estable y transparente como Estados Unidos?
Pruebe a convertirse en un ciudadano totalmente aceptado de China o Japón
si no nació chino o japonés. Trate de aspirar a un cargo nacional en
India si proviene de la casta inferior. Intente escribir un artículo
crítico en Rusia, o contratar a una mujer brillante para dirigir una
mezquita, una universidad o un hospital en la mayor parte del Oriente
Medio. Pregunte de dónde provinieron los escáners de resonancia nuclear,
Walt-Mart, los iPods, Internet o los F-18
Durante los últimos 60 años se nos ha estado advirtiendo que los nuevos
modelos de la Alemania racialmente pura, el paraíso de los trabajadores
soviéticos, Japón Inc. y, por último, la China del 24/7 estaban a punto de
desplazar a Estados Unidos. Ninguno lo consiguió. Todos tuvieron momentos
de éxitos asombrosos, pero, en fin de cuentas, ninguno demostró poseer
tanta capacidad de recuperación y ser tan flexible y adaptable como el
modelo norteamericano.
Esto nos lleva a la mayor virtud de Estados Unidos: la autocrítica
radical. Los americanos somos gente angustiada que siempre creemos estar
en grave peligro de extinción. Y entonces, para "renovar," "reinventar" o
"salvar" nuestro país nos entusiasmamos con las "guerras" contra la
pobreza, las drogas y el cáncer; con las "carreras" espaciales, las
"brechas" de los misiles, las "cruzadas" literarias y las "campañas"
contra la basura, el derroche o el hábito de fumar.
Dicho de otra forma, nosotros, los angustiados, siempre hemos sido
obsesivos en cuanto a que debemos cambiar e innovar para poder
sobrevivir. Y solemos hacerlo, a su debido tiempo.
Víctor Davis Hanson es historiador de la Universidad de Stanford y del
Instituto Hoover.